Reiniciar
Crónica
En agosto de 1868, un terremoto que fue sentido entre Guayaquil y Valparaíso asoló el norte de Chile. Este sismo originó un sunami que fue narrado en el libro "Los terremotos chilenos", de Patricio Manns. Estos fueron los hechos:
El 13 de agosto de 1868, hacia las cuatro de la tarde me encontraba en la cabina del comandante cuando nos sobresaltamos, el barco vibraba como cuando cae el ancla y la cadena gime en los escobenes. Una nube de polvo avanzaba desde el sureste por tierra y el suelo se agitaba
cual olas.
La nube de polvo envolvía Arica. Se elevaban a través de su impenetrable velo los gritos de socorro, el estruendo de las casas que se derrumbaban y la mezcla de los mil clamores que se producen en una calamidad. Nuestro barco se sacudía como tomado por una mano gigantesca y la nube cruzó encima.
A medida que el polvo se disipaba, mirábamos sin poder creer lo que veíamos, en el sitio donde segundos antes se encontraba una ciudad próspera, sólo había ruinas entre las que asomaban heridos menos graves, infortunados prisioneros de las ruinas de sus casas; aullidos
de dolor y llamadas de auxilio rasgaban el aire.
Temerosos de un maremoto, mirábamos hacia mar abierto; pero estaba tranquilo y se podía creer que los cinco minutos que acabábamos de vivir, habían sido una pesadilla. El comandante hizo fondear las anclas suplementarias, cerrar escotillas, amarrar cañones. Los sobrevivientes
en el pequeño malecón
, llamaban buscando ayuda.
Al terminar de preparar una lancha para auxiliarlos, vimos con horror que el malecón lleno de seres humanos, había sido tragado en un instante por la repentina subida del mar, mientras que nuestro navío no lo había notado. La lancha fue arrastrada hacia el alto acantilado y desapareció.
En el mismo momento en que nuestros tripulantes fueron arrastrados se produjo una nueva sacudida, acompañada en la ribera de un terrible rugido que duró algunos minutos. Vimos nuevamente ondular la tierra y el mar se retiró hasta hacernos encallar y descubrir el fondo del océano. Cuando volvió, no como una ola sino como enorme marea, hizo rodar
las naves.
La noche había caído cuando el vigía gritó que una ola gigantesca venía. Escrutando la oscuridad percibimos una débil línea fosforescente que subía hacia el cielo; su cresta revelaba siniestras masas de agua negra debajo. Anunciándose con un estruendo de miles de truenos que rugían al unísono, el maremoto que temíamos había llegado.
En medio de aquél estruendo, nuestro barco fue enterrado bajo una masa semilíquida, semisólida de arena y agua. Sumergidos, nos faltó
el aire una eternidad. Después el sólido barco se abrió camino a la superficie. Algunos hombres estaban gravemente heridos, ninguno había muerto. Habíamos encallado. Llegaron olas menos violentas, después todo cesó.
El sol se levantó sobre una escena de desolación como pocas veces pudo contemplarse. Estábamos a tres millas del sitio de anclaje y dos millas tierra adentro. La ola nos había llevado por las dunas de arena del océano, a través de un valle y más allá de la vía del ferrocarril a Bolivia. Nos abandonó al pie de la cordillera de los Andes.
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